Vivimos en una sociedad acelerada, en la que el estrés se ha vuelto casi una constante. Y aunque solemos asociarlo a agotamiento mental o problemas de sueño, uno de los sistemas más afectados por el estrés crónico es el digestivo. Si alguna vez has sentido el estómago “cerrado” antes de una presentación importante o has tenido diarrea en un momento de ansiedad, ya sabes de lo que hablamos.
El sistema digestivo y el sistema nervioso están estrechamente conectados a través del eje intestino-cerebro. Cuando estamos en un estado de estrés, el cuerpo prioriza funciones de supervivencia inmediatas, como el aumento de la frecuencia cardíaca o la tensión muscular, y desactiva temporalmente procesos “menos urgentes”, como la digestión.
Esto puede dar lugar a una serie de alteraciones funcionales:
A medio y largo plazo, esto puede traducirse en síntomas como hinchazón, digestiones lentas, reflujo, diarrea o estreñimiento. Pero también puede generar consecuencias menos visibles, como una mala absorción de nutrientes esenciales, especialmente vitaminas del grupo B, hierro, magnesio o zinc. Estos déficits, a su vez, empeoran la fatiga, la ansiedad y la función intestinal, cerrando un círculo difícil de romper.
Aunque no siempre podemos eliminar las fuentes de estrés, sí podemos adaptar la alimentación para reducir su impacto. Aquí te dejo algunas claves:
1. Cuida el cómo comes, no solo el qué.
Comer rápido, de pie o frente a una pantalla mantiene al cuerpo en modo alerta. En cambio, tomarte el tiempo de comer sentado, con respiraciones profundas antes de comenzar y masticando bien, favorece la activación del sistema nervioso parasimpático (el que promueve la digestión y el descanso).
2. Apuesta por alimentos de fácil digestión.
Cuando estás en una etapa de alta carga emocional, conviene reducir la exigencia digestiva. Opta por alimentos cocinados (al vapor, hervidos, al horno), con menos grasas y especias fuertes. Las cremas de verduras, el arroz, las proteínas magras (como pollo o pescado blanco) y las frutas cocidas o maduras son opciones ideales.
3. Refuerza tu microbiota intestinal.
El estrés altera la composición de la microbiota, debilitando sus funciones protectoras. Introducir alimentos fermentados (como yogur natural, kéfir, chucrut o miso) y fibra prebiótica (alcachofas, puerros, plátano macho, espárragos) puede ayudar a restablecer el equilibrio.
4. Apoya la producción de enzimas y ácidos digestivos.
El estrés reduce la capacidad del estómago para digerir bien los alimentos. Puedes estimular suavemente tu digestión incluyendo alimentos amargos (rúcula, endivias, limón, vinagre de manzana) o tomando infusiones digestivas con jengibre, hinojo o manzanilla.
5. Ten en cuenta nutrientes clave para tu sistema nervioso.
Minerales como el magnesio (presente en avena, frutos secos, legumbres y aguacate) y vitaminas del grupo B (especialmente B6, B9 y B12) son fundamentales para modular la respuesta al estrés. Si hay sospecha de mala absorción, puede ser recomendable valorar su suplementación con ayuda de un profesional.
Como nutricionista especializada en salud digestiva y psiconutrición, veo a diario cómo los síntomas intestinales mejoran cuando se aborda el estrés de forma integral. A veces, el intestino no necesita más probióticos, sino más límites, descanso o expresión emocional.
Por eso, acompañar una alimentación adecuada con estrategias de gestión del estrés —como ejercicio regular, técnicas de respiración, descanso o apoyo psicológico— es parte del tratamiento.
Tu digestión no solo depende de lo que comes, sino también de cómo vives. Cuidarte en todos los niveles es también una forma de sanar tu intestino.
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